c. Testimonios de una práctica para pensar las coordenadas del sujeto
Propuesta N° 0037
2020-11-18 / 17:00:00

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Presentan: Jorge Catelli (APA).



Abstract:

A partir de la actual situación de práctica clínica a distancia, se plantean cuestiones en relación a cómo conceptualizamos al sujeto en nuestra práctica psicoanalítica, sus derroteros y sus potencialidades.

 

 







Texto breve:

1. Preguntas iniciales.

De un momento a otro ingresamos en una serie distópica, digna de las mejores de las plataformas de series y películas. La COVID19 irrumpió y produjo efectos a nivel global, que trastocaron la escena mundial. Día a día surgen nuevos datos, conteo de contagios, de muertes en escaladas escalofriantes y las indicaciones entre contradictorias y apabullantes de “quedarse en casa”, “no tocarse”, “no tocar”, “lavarse muchas veces las manos”, “mantener distancia”, “usar barbijos”, “no usar barbijos”, “usar máscaras de plástico caseras”, “no usarlas porque de nada sirven”, además de las últimas sugerencias del Dr. Fauci, de “no volver a darse la mano nunca más".

La evidente transformación política y del mundo a la que estamos asistiendo, producto a su vez de esta misma pandemia, que intentan capitalizar muchos de quienes encarnan el ejercicio del poder, muestran reacciones dispares y por momentos desesperadas:  decretos y decisiones cuyas firmas son empujadas por la opinión pública, el deseo de aceptación y reconocimiento social, para una suba de la popularidad, junto a videos circulantes de épicas proezas que muestran a los mismos políticos en un rictus a veces maníaco, otras presumiblemente serenos, pero con rasgos disociados que expresan terror, desconcierto o actuaciones patéticas de estudiantes de teatro de nivel inicial.

Al decir de Garma, nuevas manifestaciones en diversos órdenes del sometimiento masoquista por los engaños del superyó. (Cf. Garma 1976, 1978) Los cuerpos vuelven a ser, cada vez en un mayor primer plano, bastiones sitiados del biopoder y renovados objetos de la biopolítica, (Foucault 1972, 1976) siendo nuestras casas las nuevas celdas del célebre panóptico de Bentham, (Foucault, 1975; Bentham, 1780).

La convocatoria masiva desde el poder en su biocontrol, es eficaz en el desarme de la colectivización, la instalación de la sospecha respecto del otro, la estimulación de la denuncia y la vigilancia cada vez más aguda de las poblaciones, ahora a condición del terror difundido por los medios masivos de comunicación, asociados con la singularidad del morbo de cada quién y bajo la aparentemente saludable convocatoria al encierro y al llamado “home office".

Y allí mismo, ante las determinaciones desde el poder sobre los cuerpos dóciles, las órdenes contradictorias del extracto de superyó externalizado en diversas voces de “la última verdad”,  cobran la más contundente realización, junto a la sumisión generalizada ante el encierro, el control y la vigilancia, legitimadas por la fuerza pública, con pequeños burócratas encaramados en su pequeño y autoritario poder, la casi absoluta y esmerada negación respecto de hablar de los efectos del encierro, de acuerdo a la estructura en que cada uno ha quedado organizado y en relación con la singularidad subjetiva -valga la redundancia conceptual-. Y así se pretende sostener la salud desde el encierro: ¿qué salud?... ah, sí, la de los cuerpos que no deberían contagiarse con el coronavirus. ¿Y dejaremos la salud reducida a esa dimensión orgánica?

2.Testimonio de una práctica a lo largo del tiempo y con el virus de la palabra .

Desde hace unos cuantos años comencé el trabajo "a distancia", en una suerte de consultorio sui generis, que había comenzado del mismo modo en mi hospedaje universitario en la ciudad de Munich, cuando hace más de veinticinco años, me encontraba, llevando a cabo estudios de posgrado en aquélla ciudad. Fue una noche densa, de esas que Rilke comparaba desde Roma con las “débiles” noches mediterráneas, de nubes bajas, de encierro pesadillezco y wagneriano, en que golpeaban a mi puerta con insistencia, pidiendo ayuda, para intervenir en una bizarra situación de amenaza de suicidio de otro de los huéspedes de ese Campus.

Se trataba efectivamente de un querido compañero griego, ahora viviendo en aquél edificio en común, que -tal vez a condición de la diferencia de edad, y siendo yo el único profesional graduado y más "viejo" a los veintipico de años, de esa comunidad- había desplegado ciertas transferencias imaginarias, recuperándolo a posteriori, por un rasgo semejante, “ser también del sur”. En aquél entonces, “extrañar el clima”, “odiar la nieve en el calzado” y soñar una y otra vez con los mares azules de su Grecia natal, eran tema permanente de conversación.

Luego de resolver aquella situación de intento de pasaje al acto, de aferrarse a algo de un discurso compartido y de haber literalmente “abierto las puertas”, pude recibirlo en un improvisado consultorio armado en aquél edificio, hasta que finalmente regresé a Buenos Aires, mientras que él siguió en Alemania, con la perspectiva de continuar con los proyectos, aún por aquél entonces, ajenos a su deseo, de los negocios de su familia en aquél país. Intenté varias veces fallidas derivaciones con colegas en los que yo mismo no confiaba, tal vez por ser desconocidos, derivados por conocidos de colegas de colegas, por mi propia resistencia e incluso por mi propia “contratransferencia”, como a muchos les gusta llamar. Unos meses más tarde recibí una carta, aquéllas que se escribían en papel y se enviaban por correo postal, en que proponía llamarme telefónicamente a un teléfono que él aún no tenía. Los correos electrónicos eran aún un proyecto que probaban algunos.

Era la era del fax. Sin haber cedido a llamar a ese teléfono que me había enviado en la carta -probablemente por mi propia dificultad resistencial- le hice llegar el teléfono y los horarios en que podría llamarme. Y así ocurrió unos diez días después de haber arrojado mi carta dentro de ese objeto de fundición de hierro, de las esquinas porteñas, lo único que por “buzón” se entendía por aquél entonces, al menos en relación con las cartas.

Con extrañeza, con cierta creencia superyoica de estar intentando algo que no estaba permitido por la ortodoxia psicoanalítica -que de hecho no lo estaba- y aún sin saberlo, comencé mi primer tratamiento psicoanalítico telemático. Era un tratamiento complejo por las razones formales de no ser en mi lengua materna, y a la vez, simultáneamente sencillo, por no tratarse tampoco de la lengua materna del otro. Su acento en alemán era muy similar al mío, porque el español rioplatense tiene la cadencia bastante parecida y la pronunciación de las consonantes cercanas a las del griego actual.

Era otra tierra en común: la de un idioma que visitábamos para encontrarnos, o ir a ese desencuentro, con el horizonte de esa nueva imposibilidad, con un acento similar y con errores de declinaciones que nos perdonábamos mutuamente para avanzar en el desciframiento de sus situaciones inconscientes que eran políglotas y estaban llenas de lágrimas y sentidos sollozos que dificultaban sus frases y mi esfuerzo por acceder a aquellos sintagmas llorados. Pero también sabíamos ambos -lo habíamos compartido mucho antes en nuestros intercambios iniciales- que reiteradas veces soñábamos en esa lengua en que hablábamos todo el tiempo y no era la nuestra.

Desde ese momento se fueron sucediendo diversas circunstancias que me fueron llevando a conducir tratamientos a distancia, por la misma vía telefónica, que posteriormente fueron sofisticándose por redes de fibra óptica y plataformas que fui paulatinamente haciendo familiares en su uso. Siempre, desde aquella situación primera, que tampoco era primera, por motivos vinculados a migraciones familiares varias, necesité mucha concentración en mis sesiones a distancia, tener ciertas condiciones particularmente acentuadas, en cuanto al silencio y comodidad, tal como en mis sesiones presenciales, pero aún más.

Había un plus -tal vez de goce- en ese “a distancia”, que era necesario sostener para que no creciera demasiado mi propia angustia ante la realidad de mis pacientes a miles de kilómetros de distancia. Sentir que el otro “se estaba desangrando en una hemorragia interna de angustia” y yo a una distancia medida en muchas horas de vuelo, era una representación perturbadora que debía reinterpretar una y otra vez para comprender los materiales y poder intervenir, disolviendo -a menos en parte- mi propio costo de angustia.